La experiencia no es lo que nos ocurre, es la interpretación que hacemos de lo que nos pasa. Esa y no otra marcará la diferencia a la hora de tener una vida más ajustada, feliz y satisfecha.
Aprender de la experiencia es el mayor superpoder de todo organismo vivo. No solo lo hacemos nosotros, sino que también los animales, las plantas y hasta las bacterias llevan cabo esos procesos de inducción para adaptarse mejor a sus complejos entornos. Sin embargo, en lo que se refiere a los seres humanos, hay un curioso matiz que convierte a este tema en una dimensión interesante.
Decía John B. Watson, el célebre psicólogo y padre del conductismo, que todos los comportamientos son el resultado del proceso de aprendizaje. Las personas variamos nuestras conductas de manera frecuente con base a la experiencia adquirida. Sin embargo, y aquí viene el dato llamativo, no siempre hacemos inducciones correctas de las experiencias vividas.
Esto explicaría por qué derivamos siempre en relaciones afectivas que nos traen infelicidad. Somos esas criaturas que no solo tropiezan una y otra vez con la misma piedra, sino que además se encaprichan con ella. Por alguna razón singular, no todas las experiencias que nos trae el destino no sirven para obtener un aprendizaje válido.
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Como decía Oscar Wilde, la experiencia no tiene valor ético alguno, es simplemente el nombre que damos a nuestros errores. Profundizamos en ello.
Estudios recientes nos demuestran que durante la infancia hacemos mejores inducciones de nuestra experiencia que cuando somos adultos.
El aprendizaje que nace de la experiencia
Dice el refrán que pájaro viejo no entra en la jaula. Tal vez sea así, puede que los animales y los niños sean las criaturas más válidas a la hora de aprender de la experiencia. Huyen de lo que hace daño y aprenden qué estímulos y contextos son los más enriquecedores para interactuar.
Sin embargo, lo complejo de llegar a la edad adulta es que la vida se vuelve más compleja y no siempre es fácil hacer buenas deducciones. De este modo, hay algo común que sabemos bien en psicología. Cuando varias personas pasan por una misma experiencia, a veces, construyen diferentes interpretaciones de la experiencia y asumen aprendizajes opuestos.
La causa está en que cada una mira y percibe la realidad a partir de su propia perspectiva y personalidad. Aprender de la experiencia es un gran poder, pero hay que hacerlo de la manera más objetiva y lógica ajustada posible. Aunque tal artesanía no es precisamente fácil.
Porque tal y como señaló en su día el filósofo Gottfried Leibniz, la experiencia del mundo no consiste en el número de cosas que se han visto, sino en el número de cosas sobre las que se ha reflexionado en profundidad.
Los adultos parecemos más irracionales a la hora de aprender de la experiencia
El Instituto Max Planck para el Desarrollo Humano, en Berlín, Alemania, realizó un estudio revelador hace poco. Algo que pudo ver es que los bebés tienen la capacidad intuitiva de hacer juicios estadísticos correctos desde una edad temprana. Esta facultad la demuestran también los simios, muy hábiles a su vez a la hora de inferir información y de tomar decisiones cuando tienen ante sí varias probabilidades.
La cognición de la primera infancia es muy sofisticada, como también la de algunos animales. Son criaturas capaces de hacer buenas inferencias intuitivas. Ahora bien, a medida que crecemos y llegamos a la edad adulta el poder de aprender de la experiencia se debilita. ¿Nos volvemos “estúpidos” tal vez? Obviamente, la respuesta es no.
Al llegar a la edad madura el ser humano filtra cada experiencia a través de su personalidad, su estado emocional y sus necesidades. Habrá quien logre deducir valiosos aprendizajes de su experiencia de manera lógica y racional. Sin embargo, las personas somos el resultado de nuestras emociones, de nuestros sesgos cognitivos y nuestras actitudes.
No siempre es fácil aprender de lo que nos pasa cuando la mente no nos permite analizar las cosas de forma analítica y objetiva.
“La experiencia es el bastón de los ciegos”.
-Jacques Roumain-
Para aprender de aquello que te pasa… Conócete primero
Recordemos la inscripción del templo de Apolo en Delfos, Temet Nosce o ‘conócete a ti mismo’. Pocos mensajes dejados por nuestros antepasados nos son tan útiles y trascendentes a la vez. El autoconocimiento es la raíz que todo lo nutre, la luz que todo lo ilumina.
Un mayor conocimiento de nosotros mismos nos permite optimizar el proceso de aprender de la experiencia. Las personas somos un rompecabezas conformado por nuestras vivencias pasadas, nuestros pensamientos, emociones, necesidades, sueños, un cuerpo físico y una conciencia.
Debemos tomar contacto con cada una de esas áreas y navegar en ellas. Poco a poco, trazaremos una visión más realista de cómo somos. En el momento en que nos conozcamos como merecemos, aprenderemos de la experiencia como necesitamos. A partir de entonces, lo que deduciremos de cada hecho vivido nos servirá para construirnos un camino más seguro y enriquecedor.
Hay experiencias dolorosas que ralentizan nuestro progreso individual, pero aún pueden proporcionarnos alguna lección de aprendizaje.
Aprender de experiencias dolorosas
Hay quien señala aquello de que una persona descubre qué es la vida solo cuando lidia con la adversidad. Este no es un enfoque correcto. Las personas aprendemos de los hechos complicados, pero también de los momentos felices y los instantes sin demasiada trascendencia.
Somos organismos orientados a la experiencia y siempre sacamos conclusiones de cada cosa vista, escuchada y sentida. Ahora bien, hay otro hecho indudable. Hay vivencias dolorosas que nos bloquean y ralentizan. Los desafíos del destino nos ponen a prueba y por muy dolorosos que sean algunos hechos, es posible obtener alguna enseñanza.
La clave está en no dejar de aprender, a pesar de los años, a pesar de los daños. Solo la mente humilde que se conoce a sí misma y que se permite aprender cada día avanza en dignidad y serenidad en el viaje de la vida.