El verano de 2025 trae una paradoja: por un lado, se perfila como uno de los más caros de la historia reciente para los españoles; por otro, no todos podrán disfrutarlo.
Según el III Estudio Hábitos de consumo de los españoles: vacaciones de verano de Oney, el 94% de los españoles asegura que saldrá de vacaciones, con un gasto medio estimado de 1.339 euros por persona, un 48% más que en 2024.
El alojamiento (549 euros) y el transporte (292 euros) concentran la mayor parte del presupuesto, y aunque el 56% elegirá la playa, hay un 28% que se decanta por Europa, un 16% por la montaña y un 14% por su segunda residencia.
¿Y, los que salen, dónde se alojarán? Según el Barómetro de Vacaciones 2025 elaborado por Ipsos para Europ Assistance – que alza hasta el 20% el total de españoles que no planean irse de vacaciones esta temporada estival–, el 47% de los españoles prefieren alojarse en hoteles, frente un 29% que opta por alquilar un apartamento o una casa. Un 21% de los españoles han indicado que en sus vacaciones buscan alojarse en un complejo hotelero con todo incluido, para no preocuparse por comidas e incluso excursiones. Otras alternativas de alojamiento incluyen ir a un camping (9%) o incluso alojarse gratis en la casa de familiares, amigos o en su vivienda vacacional (18%).
Este contraste entre quienes gastarán más y quienes no viajarán en absoluto refleja lo que Pablo Rodríguez González, el doctor por la Universidad de La Laguna, considera una brecha vacacional. «Aunque tenemos la percepción de que ‘todo el mundo’ se va de vacaciones, el porcentaje de la población que no lo hace está por encima de la media europea», explica para Business Insider España. «Y en la mayoría de los casos es por razones financieras», añade. Entre quienes no viajan, más de la mitad lo achaca a falta de recursos, seguido de problemas de salud, compromisos familiares o laborales. «En los hogares con ingresos inferiores a 1.000 euros al mes, no viaja el 58,5% de las personas, mientras que en los de más de 2.500 euros, la cifra baja al 13,3%», detalla. Más aún, la desigualdad socioeconómica en el acceso a los viajes se acentúa si atendemos a la cantidad de viajes que se realizan, con una concentración de los viajes entre los que más viajan, que se sitúan en torno a la regla de Pareto: el 20% que más viaja realiza el 80% de los viajes.
Ese reparto desigual de la movilidad turística contrasta con la tradición del veraneo clásico que marcó durante décadas a la clase media española y que es «un modelo común a todo Occidente». Rodríguez recuerda que entre los años 60 y 80, el patrón dominante era un viaje largo, casi siempre en julio o agosto, motivado por las mejoras salariales, la conquista de derechos laborales y un modelo familiar en el que la madre y los hijos pasaban semanas en el pueblo mientras el padre se incorporaba después. En buena parte de los hogares de clase media y media baja, la casa familiar fuera de las grandes ciudades era el único destino posible: «Los hoteles o resorts costeros eran inaccesibles, y el pueblo se convertía en la solución para las vacaciones».
En aquel tiempo, el llamado veraneo implicaba algo más que vacaciones. Se trataba de una migración estacional masiva que vaciaba barrios enteros de grandes ciudades y llenaba de vida pueblos que, durante el resto del año, apenas superaban los 300 habitantes.
Ese paisaje ha cambiado, y Mario Sorribas-Fierro, profesor de OBS Business School, lo vincula a diversos factores. «Es materialmente imposible viajar como hace 40 años. Entonces, muchas familias pasaban las vacaciones en el pueblo porque era barato, había casa, y estaba la familia. Hoy, con internet y el acceso a vuelos low cost podemos pasar nuestro tiempo de ocio a un precio muy asequible y las opciones se multiplican. Irse a Tenerife hace 40 años era muy poco habitual; ahora está a la orden del día. La gente prefiere variar antes que repetir destino». Para él, el cambio también responde a una transformación en la forma de consumir vacaciones: «Nos hemos habituado a que repetir es cosa de gente mayor; queremos variedad, y ya repetiremos cuando estemos jubilados».
Sin embargo, matiza: «Ese turismo no ha desaparecido ni mucho menos. Pero en un hotel te gastas una cantidad importante y en el entorno rural todo es más económico».
Los dos coinciden en que la ruptura con el veraneo clásico está asociada a procesos demográficos y laborales de fondo. Rodríguez subraya que las nuevas generaciones urbanas, sobre todo millennials, «tienen cada vez menos vínculos con el pueblo del que emigraron sus padres o abuelos, y muchas casas familiares han cambiado de manos o se han vendido para repartir la herencia». Sorribas-Fierro apunta un dato personal: «En mi pueblo de Lérida había 1.000 habitantes; ahora hay 425. Las casas siguen ahí, pero muchas están vacías y no se ponen en el mercado».
En paralelo, la composición familiar ha cambiado: menos hijos, más hogares monoparentales, más parejas sin descendencia, lo que influye en el público objetivo del clásico veraneo en el pueblo. Además, la temporalidad laboral y la flexibilidad han fragmentado el tiempo libre. Rodríguez describe cómo la industria turística ha desestacionalizado la oferta y cómo la demanda se ha bifurcado: por un lado, las vacaciones largas y familiares; por otro, el turismo cultural e internacional, más breve, pero más frecuente, con un componente de prestigio y de cierta distinción desde que comenzó a extenderse en los 90.
A eso se suma el impacto del turismo de masas y de plataformas como Airbnb, que han encarecido el alojamiento en destinos costeros y urbanos. Muchas familias con segunda residencia en el pueblo la han convertido en alquiler turístico, reduciendo así la posibilidad de «volver a casa» en verano. «Un enorme número de viviendas, al que se orientó el boom inmobiliario de principios de siglo en el litoral y archipiélagos, está ahora en la base del despegue de las viviendas de uso turístico que tantos problemas parecen generar ahora», apunta Rodríguez.
Y, al mismo tiempo, el abaratamiento de vuelos y la popularización de los viajes organizados han acercado destinos antes impensables para la clase media, pasando de un fin de semana en Roma a unas vacaciones completas en Tailandia.
Esa fragmentación también se refleja en la duración de las estancias: la media anual ha caído a nueve días, según Oney, y casi la mitad de los viajeros se limita a escapadas de entre uno y seis días. Muchos lo hacen por elección, otros por necesidad. Y cada vez es más habitual recurrir a financiación: un 22% de los españoles pagará sus vacaciones a plazos o con un préstamo personal este año. La temporalidad laboral, los salarios ajustados y la inflación hacen que incluso quienes viajan tengan que planificar con más cuidado y, a menudo, endeudarse para mantener un estándar vacacional.
En este nuevo marco, el turismo rural no ha desaparecido, pero sí ha cambiado de significado. «Antes, ir al pueblo no era turismo; era simplemente volver a casa», apunta Sorribas-Fierro. «Hoy en día, lo hemos convertido en una categoría excepcional, con un valor añadido. Antes no existía como concepto porque no se le daba ese valor».
La consecuencia más invisible de este cambio no es económica, sino social. Hay menos convivencia intergeneracional, menos redes de apoyo para el cuidado infantil y menos transmisión de tradiciones familiares. Antes, el pueblo ofrecía un mes entero de contacto con primos y abuelos; hoy, ese tiempo se reparte entre campamentos, actividades urbanas y visitas breves. La experiencia e «ir al pueblo» se ha convertido en algo casi exótico para muchos niños que se han criado en la ciudad.
Sin embargo, el veraneo tradicional aún sobrevive en determinadas franjas de la población. Las familias que conservan una vivienda heredada y mantienen lazos estrechos con su comunidad rural suelen seguir viajando allí cada año, aunque a menudo combinan la estancia con escapadas a la playa o al extranjero.










